Tomado de: horizontal.mx
Trump: apuntes sobre el fascismo posmoderno
En la tierra de la libertad y las oportunidades un fascista dueño de casinos disputará la presidencia. ¿Cuáles son las condiciones del sistema político y económico que han permitido el ascenso del demagogo?
III. Estridencias posmodernas.
Acaso uno de los triunfos morales
y sociales más grandes de la laicidad sea la aceptación de la equidad de
género. No el triunfo de un relativismo sino de un auténtico valor o principio
frente a fundamentalismos e integrismos convencidos que la modernidad todo
disuelve y nada afirma. Pero como en todo proceso civilizatorio, hay
consecuencias no deseadas y ni siquiera vislumbradas. La lucha por la equidad
se ha visto acompañada de un asalto discursivo gestado desde cátedras
universitarias en busca de nuevos radicalismos y sujetos históricos. Ciertos
discursos posmodernos lo inscriben todo en relaciones de dominación y llegan
por tanto a la suma cero: se adora el fragmento al igual que se imagina una
tabula rasa respecto a un pasado condenado y estigmatizado bajo el epíteto
patriarcal. Frente a ello sostenemos que para entender el mundo, a Trump por
ejemplo, debemos regresar a un pasado “clásico”: trabajo, clase, salario,
sindicato y honor.
Así, también, se entiende el
camino de la derecha. Los electores de Trump están ansiosos, hartos de la
incertidumbre. Es su capitalismo, pero no funciona. Al mismo tiempo hay una
serie de desafíos posmodernos que reverberan con fuerza ideológica; esta se
desborda y busca su punto de mayor pureza, es decir, el más extremo y visible,
para desde ahí condenar a todos y a todo, situándose a sí misma en un
excepcionalísimo intelectual y moral. Considera que cualquier diseño social es
un constructo en un contexto de dominación y que por ello es susceptible de
reformularse, en otros términos. Familia y sexualidad serían algunos de esos
ejemplos. Pero en una era de incertidumbre e inestabilidad geopolítica y
económica (a la que se suman las demandas interminables de adaptación al cambio
tecnológico, que parecen seguir su propia y frenética agenda), es casi
inevitable que los individuos recurran a asideros que siempre han estado ahí,
en el paisaje.
No se puede cambiar todo y todo
el tiempo. Las demandas sobre la psique individual y colectiva en las que
confluyen lo neoliberal y lo posmoderno son a la larga insostenibles y las
reacciones frente a ello cubren desde lo predecible hasta lo inesperado.
Siempre ha intrigado a los europeos esa peculiar combinación norteamericana de
híper-modernidad y glosa bíblica, algo fuera de lugar según su concepción del
Estado laico. Pero justamente el revival religioso es una gran tentación en una
sociedad en la cual, por distintas razones, se están corroyendo las estructuras
que confieren estabilidad y seguridad. Somos testigos de cómo, en Estados
Unidos, se ha conformado un comunitarismo en torno a una versión local del
cristianismo. Señaladamente, versiones evangélicas están por mutar en algo que
cabría denominar nacional-cristianismo. Edmund Burke pudo condenar en su
momento a la Revolución francesa porque sus entusiastas no comprendían que un
orden social es un pacto entre las generaciones de varios ayeres, las de hoy y
las del futuro. Pero no sería la monarquía sino la república la mejor estructura
ideada por la modernidad para reformular un pacto intergeneracional. Son otros
los discursos los que reclaman rupturas definitivas y tajantes; y los
neofascistas son más alevosos porque no hay bolcheviques a la vista.
Se dirá, con razón, que los
discursos posmodernos son asuntos de élites. No incurramos en el pecado de
algunos intelectuales italianos y centroeuropeos de los años veinte y treinta
del siglo XX: entendamos que el fascismo fue también una rebelión contra las
élites, incluso (o sobre todo) culturales. Por eso Barack Obama ha pagado la
factura de algo que en modo alguno ha sido su exceso. El odio desmesurado que
suscita y galvaniza el clima estadounidense no solo es una cuestión de raza;
está asimismo dictado por esa capacidad de articular discursos de un egresado
de Harvard. Atemperado e ilustrado, Obama resulta una combinación que para
algunos –las bases sociales de Trump y de los candidatos de la derecha
republicana– es de suyo agraviante. Cuando Bill Maher mira al cielo y se pregunta
(en HBO) por qué la cadena Fox detesta a Obama, incluso su respuesta es más
grande: es un intelectual. Quizá desde Woodrow Wilson no hay un equivalente en
la Casa Blanca. Pero, como sabemos, el fascismo es también una actitud: no se
rebaja a argumentar. Trump articula a los silentes, y de ahí a quienes más toma
desprevenidos la rebelión fascista es a los maestros de los discursos en clave
radical/ideológica. La buena nueva: quienes mejor podrán contener a los
fascistas posmodernos son otros radicales, pero en clave de república.
Pero hay algo mucho más que eso.
Una trágica paradoja es que el radicalismo posmoderno pareciera haberle
comprado al neoliberalismo la noción de que la clase trabajadora es una pasión
inútil. Vertientes ambas quizás de una matriz cultural mayor que sacraliza al
individuo,[2] refuerzan la tendencia contemporánea a multiplicar derechos
existenciales –es decir, que nada tienen qué ver con lo que hacen o dejan de
hacer los individuos, y que están simplemente ligados a su ser en el mundo– y
en el camino generan disonancias en las clases trabajadoras, cuya dignidad
también se define con respecto a los de abajo –otrora beneficiarios de la
caridad cristiana y hoy de los apoyos de un Estado obligado a otorgarlos– y no
solo con respecto a los de arriba. Todavía no se ha captado esa tensión entre
el discurso que vindica (a manera de arrepentimiento en el caso liberal/
neoliberal) la marginación y la pobreza, de un lado, pero deja en la orfandad
el trabajo del asalariado, por el otro.[3] Ese punto ciego compartido por todo
el amplio espectro políticamente correcto le impide detectar por donde vienen
los golpes hasta que estos le estallan en el rostro. En el ínterin un Bernie
Sanders tiene que emprender una desesperada lucha de última hora por vindicar a
una clase trabajadora abandonada por lo que parecían ser los discursos focales
y huérfana de una tradición política propia (un partido socialista) que ayudara
a construirle una identidad y una memoria histórica, todo ello en medio de
nociones –hasta por Obama compartidas– de que lo que verdaderamente importa son
los marginados y/o las clases medias. Solo una vez que irrumpe un patán que nos
refresca la memoria –y solo entonces– nos acordamos de que el fascismo también
disputaba el alma de la clase trabajadora y que llega al poder porque supo
conquistarla, vendiéndole de paso identidades tribales.
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