viernes, 2 de septiembre de 2016

Estridencias posmodernas



Tomado de: horizontal.mx

Trump: apuntes sobre el fascismo posmoderno

En la tierra de la libertad y las oportunidades un fascista dueño de casinos disputará la presidencia. ¿Cuáles son las condiciones del sistema político y económico que han permitido el ascenso del demagogo?


  III. Estridencias posmodernas.

Acaso uno de los triunfos morales y sociales más grandes de la laicidad sea la aceptación de la equidad de género. No el triunfo de un relativismo sino de un auténtico valor o principio frente a fundamentalismos e integrismos convencidos que la modernidad todo disuelve y nada afirma. Pero como en todo proceso civilizatorio, hay consecuencias no deseadas y ni siquiera vislumbradas. La lucha por la equidad se ha visto acompañada de un asalto discursivo gestado desde cátedras universitarias en busca de nuevos radicalismos y sujetos históricos. Ciertos discursos posmodernos lo inscriben todo en relaciones de dominación y llegan por tanto a la suma cero: se adora el fragmento al igual que se imagina una tabula rasa respecto a un pasado condenado y estigmatizado bajo el epíteto patriarcal. Frente a ello sostenemos que para entender el mundo, a Trump por ejemplo, debemos regresar a un pasado “clásico”: trabajo, clase, salario, sindicato y honor.

Así, también, se entiende el camino de la derecha. Los electores de Trump están ansiosos, hartos de la incertidumbre. Es su capitalismo, pero no funciona. Al mismo tiempo hay una serie de desafíos posmodernos que reverberan con fuerza ideológica; esta se desborda y busca su punto de mayor pureza, es decir, el más extremo y visible, para desde ahí condenar a todos y a todo, situándose a sí misma en un excepcionalísimo intelectual y moral. Considera que cualquier diseño social es un constructo en un contexto de dominación y que por ello es susceptible de reformularse, en otros términos. Familia y sexualidad serían algunos de esos ejemplos. Pero en una era de incertidumbre e inestabilidad geopolítica y económica (a la que se suman las demandas interminables de adaptación al cambio tecnológico, que parecen seguir su propia y frenética agenda), es casi inevitable que los individuos recurran a asideros que siempre han estado ahí, en el paisaje.

No se puede cambiar todo y todo el tiempo. Las demandas sobre la psique individual y colectiva en las que confluyen lo neoliberal y lo posmoderno son a la larga insostenibles y las reacciones frente a ello cubren desde lo predecible hasta lo inesperado. Siempre ha intrigado a los europeos esa peculiar combinación norteamericana de híper-modernidad y glosa bíblica, algo fuera de lugar según su concepción del Estado laico. Pero justamente el revival religioso es una gran tentación en una sociedad en la cual, por distintas razones, se están corroyendo las estructuras que confieren estabilidad y seguridad. Somos testigos de cómo, en Estados Unidos, se ha conformado un comunitarismo en torno a una versión local del cristianismo. Señaladamente, versiones evangélicas están por mutar en algo que cabría denominar nacional-cristianismo. Edmund Burke pudo condenar en su momento a la Revolución francesa porque sus entusiastas no comprendían que un orden social es un pacto entre las generaciones de varios ayeres, las de hoy y las del futuro. Pero no sería la monarquía sino la república la mejor estructura ideada por la modernidad para reformular un pacto intergeneracional. Son otros los discursos los que reclaman rupturas definitivas y tajantes; y los neofascistas son más alevosos porque no hay bolcheviques a la vista.
Se dirá, con razón, que los discursos posmodernos son asuntos de élites. No incurramos en el pecado de algunos intelectuales italianos y centroeuropeos de los años veinte y treinta del siglo XX: entendamos que el fascismo fue también una rebelión contra las élites, incluso (o sobre todo) culturales. Por eso Barack Obama ha pagado la factura de algo que en modo alguno ha sido su exceso. El odio desmesurado que suscita y galvaniza el clima estadounidense no solo es una cuestión de raza; está asimismo dictado por esa capacidad de articular discursos de un egresado de Harvard. Atemperado e ilustrado, Obama resulta una combinación que para algunos –las bases sociales de Trump y de los candidatos de la derecha republicana– es de suyo agraviante. Cuando Bill Maher mira al cielo y se pregunta (en HBO) por qué la cadena Fox detesta a Obama, incluso su respuesta es más grande: es un intelectual. Quizá desde Woodrow Wilson no hay un equivalente en la Casa Blanca. Pero, como sabemos, el fascismo es también una actitud: no se rebaja a argumentar. Trump articula a los silentes, y de ahí a quienes más toma desprevenidos la rebelión fascista es a los maestros de los discursos en clave radical/ideológica. La buena nueva: quienes mejor podrán contener a los fascistas posmodernos son otros radicales, pero en clave de república.

Pero hay algo mucho más que eso. Una trágica paradoja es que el radicalismo posmoderno pareciera haberle comprado al neoliberalismo la noción de que la clase trabajadora es una pasión inútil. Vertientes ambas quizás de una matriz cultural mayor que sacraliza al individuo,[2] refuerzan la tendencia contemporánea a multiplicar derechos existenciales –es decir, que nada tienen qué ver con lo que hacen o dejan de hacer los individuos, y que están simplemente ligados a su ser en el mundo– y en el camino generan disonancias en las clases trabajadoras, cuya dignidad también se define con respecto a los de abajo –otrora beneficiarios de la caridad cristiana y hoy de los apoyos de un Estado obligado a otorgarlos– y no solo con respecto a los de arriba. Todavía no se ha captado esa tensión entre el discurso que vindica (a manera de arrepentimiento en el caso liberal/ neoliberal) la marginación y la pobreza, de un lado, pero deja en la orfandad el trabajo del asalariado, por el otro.[3] Ese punto ciego compartido por todo el amplio espectro políticamente correcto le impide detectar por donde vienen los golpes hasta que estos le estallan en el rostro. En el ínterin un Bernie Sanders tiene que emprender una desesperada lucha de última hora por vindicar a una clase trabajadora abandonada por lo que parecían ser los discursos focales y huérfana de una tradición política propia (un partido socialista) que ayudara a construirle una identidad y una memoria histórica, todo ello en medio de nociones –hasta por Obama compartidas– de que lo que verdaderamente importa son los marginados y/o las clases medias. Solo una vez que irrumpe un patán que nos refresca la memoria –y solo entonces– nos acordamos de que el fascismo también disputaba el alma de la clase trabajadora y que llega al poder porque supo conquistarla, vendiéndole de paso identidades tribales.

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