Por: Marielena Ponce y Judith Pantoja
¿Cómo llegamos a estos feminismos que salen a
denunciar el acoso callejero de tal manera que hasta los agresores y violadores
se sintieron convocados? ¿a una marcha tan light que Televisa la difundió en su
programa matutino de noticias? ¿a un discurso tan digerido y despojado de
potencial transformador que hasta Peña Nieto tuiteó al respecto?
1.- La ya bien cristalizada
oenegeización del feminismo, que comenzó con la entrada del neoliberalismo en
América Latina en 1985 con el Ajuste Estructural impuesto por el Banco Mundial, como
una excelente forma de encausar las luchas de acuerdo con los intereses del
estado, de desarticular movimientos mediante financiamientos que llegan sólo a
quienes tienen propuestas acordes con intereses del poder y que generan una
dinámica de competencia y marginalizan y neutralizan las propuestas radicales.
Es una oenegeización que se extiende incluso a colectivas pensadas como
autónomas, atrapándolas en su misma lógica: ofreciendo dinero para regular sus
actividades y acotar sus acciones a los discursos y la agenda señalados por las
organismos de poder internacional, al mismo tiempo que no se pierde la ilusión
de transgresión, de actuar al margen de instituciones cuando el sistema tuvo
bien clara su estrategia para volver inocuas esas propuestas.
2.- Asimismo, el incesante surgimiento de
colectivas que generan la sensación de transformación mientras desde las
instituciones son vistas como grupos de amigas cuyo campo de acción se limita a
un par de años cuando mucho, y a actividades bien reguladas y aceptadas
culturalmente porque cumplen con lo que se espera de ellas, y además son vistas
como un pasito en la maduración hacia la política “real” que será siempre, por
supuesto, desde las instituciones y bajo sus lógicas y no más.
Dichas colectivas
suelen estar condenadas a ser arrastradas por el torbellino del capitalismo
neoliberal, al ser asiduas consumidoras en bares que venden el feminismo como
una experiencia de moda o instaladas en la dinámica del concurso en la
convocatoria del financiamiento, avasalladas por los discursos de consumo y la
paralización de la capacidad autogestiva auspiciada por agencias
internacionales. Son estas mismas quienes luego deciden, participar,
adecuándose a los lineamientos prescritos, en los canales que brinda la
democracia liberal: Marchar en un Paseo de la Reforma -asignado socialmente
para la protesta-, en un domingo; llegar desde Ecatepec -para ser solidarias,
pero en realidad centralizando de nuevo los esfuerzos en la capital y
exotizando un contexto ajeno- en autos y camionetas -sin importar las
contingencias ambientales-, como un paseo turístico revolucionario extremo con
su toque de “dosis de realidad”.
Como
se puede ver, en este contexto la marcha tiene un carácter
performático, por tratarse de un evento de un día que cumple lineamientos
compartidos en el imaginario cultural: cada quien
con su guión establecido marcha y declama lo que se espera que digan: “este
cuerpo es mío”, “no me silbes”, “alto a los feminicidios”, “nos queremos
vivas”, “machete al machote”, “verga violadora a la licuadora”, “si tocas a
una, te reventamos todas”; al final de cuentas, estas consignas no significan
un riesgo al orden patriarcal, pues son frases metafóricas que no recaen en
hombres concretos, en cambio, colocan a abusadores, violadores y feminicidas
como un ente desdibujado y abstracto, es decir, no hablan de gobernantes,
políticos, empresarios y comunicadores, tampoco de los hombres de nuestra
familia, los hermanos, tíos, primos, abuelos, esposos, novios ni amantes,
tampoco de los sacrosantos hijos, mucho menos de los “compañeros” del colectivo,
profesores ni amigos, porque estos últimos “son buenos”, “son diferentes”, “no
son machistas”, “se están deconstruyendo”.
Las feministas nos hemos vuelto famosas por no
cumplir ninguna de estas amenazas -porque además sabemos que el sistema está
organizado para evitárnoslo, para castigarnos con todo su poder si se nos
ocurriera usar la violencia que es propiedad exclusiva de los hombres-, por
conformarnos con explotar diciendo frases que quizá desearíamos, pero jamás
realizaremos, con soñar que “América Latina será toda feminista”, sabiendo que
las feministas somos blanco de acoso y violencia focalizada. Como monumento al
carácter meramente performativo de estas frases, basta observar cómo
actualmente colectivas feministas cobijan acosadores, violadores y potenciales
feminicidas llamándoles compañeros de lucha, cómo dudan de quienes los
denuncian y las reculpabilzan antes de creer que su compa es un macho violento,
justificando la misoginia de sus “compañeros”. Otra muestra de este carácter
performativo de la marcha es la enjundia con que varios contingentes feministas
sacamos a hombres de nuestras filas, pues esto significó una acción momentánea
y que fue posible sólo porque era el escenario adecuado: en la vida cotidiana
no se mira a grupos de mujeres aguerridas con tambores sacando a hombres de
espacios donde están violentando mujeres, que son prácticamente todos los
espacios donde hay hombres.
En el performance está bien sacar a los periodistas
a gritos, así como en ciertos espacios se ha aceptado que no entren
hombres-como un continuo de esa performatividad desdoblada a otros
momentos/espacios-, pero seguimos organizándonos en colectivos con hombres,
seguimos relacionándonos con ellos, follándolos y defendiéndolos. Aunque no
entren a ciertos espacios nos esperan en nuestra casa para que les hagamos la
cena y los consolemos por no poder entrar a ciertos talleres y nos esperan
afuera del conversatorio para que les contemos qué se habló allí. Al no tener
una apuesta política clara ni una postura comprometida con respecto de este
sistema heteropatriarcal, nos volvemos consumidoras de discursos cuya
concreción no comprendemos, no somos capaces de llevar a la práctica y no
podemos sacar del contexto de teatralización ritualizada.
La marcha es, entonces, parte de
estas puestas en escena, incluso tenemos ropa de marcha, maquillaje de marcha y
poses para la marcha, todo lo cual hemos aprendido y practicado porque hemos
ido a decenas de marchas, nos tomamos selfies con las amigas, incomodamos a
familiares que miran con roña nuestro feminismo en Facebook, subimos el video
de la batucada, nos emocionamos de encontrarnos con amigas que habíamos dejado
de ver y luego regresamos a nuestra cotidianidad intacta. Este performance
conlleva un efecto analgésico y de bienestar luego de la catártica puesta en
escena, lo cual lo convierte en una válvula de escape para que quienes vivimos
violencia las 24 horas del día podamos sentir que estamos cambiando nuestro
entorno, que tenemos el poder, que “el miedo cambió de bando”, porque ese día
nos sentimos unidas, fuertes, amenazadoras, capaces de correr a un macho de
nuestro pedazo de calle que sólo nos adueñamos sin miedo en el transcurso de
ese performance.
Lo que parece más bien es que dichas posturas que significaban miradas y apuestas políticas
profundamente diferentes de construcción de otros mundos son hoy apenas la
tenue huella discursiva de lo que alguna vez fueron, y que lo que hay ahora son feminismos aparentemente diversificados
pero muy funcionales al sistema, con apenas unas diferencias entre las
consignas, pero que confluyen los fines de semana en los mismos antros
temáticos feministas o en los mismos eventos de ONGs.
Lo que parece que hay es
un feminismo al estilo diversidad sexual, entendido como muchos nichos
de mercado que son capitalizables, como un discurso consumible y redituable,
digerible por el sistema para neutralizar la potencial amenaza. En esto se ha
convertido el feminismo después de tantos golpes por los diferentes despojos y
colonizaciones cuyo inicio tangible podríamos identificar en la entrada del
neoliberalismo y que tiene continuidad en la cristalización, desde hace
aproximadamente una década, del blanqueamiento colonial a través del cobijo de
los estudios queer y trans -no sólo por las instituciones académicas y oenegés,
sino también por colectivas, homogeneizando así el discurso de posturas que
solían ser antagónicas-.
Esta última colonización del feminismo además vino a
impregnarlo con el esencialismo propio del patriarcado, regresando a afirmar
que una nació -hombre o mujer o trans- y asegurando que el género es una
creación individual, voluntaria y performativa, ignorando así la configuración
del sistema heteropatriarcal en los cuerpos y en nuestra forma de entender el
mundo a través de los años de educación que nos han moldeado dentro un esquema
binario, negando así las aportaciones mismas del feminismo.
Fue un balde de agua fría
darnos cuenta de que el día que pusimos las cuerpas con toda la intención
revolucionaria, estábamos enarbolando el discurso de la democracia liberal
tolerante y todo incluyente que nos explota y asesina.
Fue estremecedor mirar
dónde estamos paradas a nivel económico y político, mirar que somos producto de
ese neoliberalismo que nos empuja a convocar una marcha de visibilidad
mediática para hacer catarsis performativa y catapultar indirectamente
políticas públicas paliativas y vacías, una marcha sin trabajo político de
base, que reúne por igual a acosadores, violadores, institucionales y
partidistas. Una marcha sin un objetivo político claro, ya que para algunas
significó interpelar al Estado, para otras a los hombres acosadores -que no al
hermano ni al padre ni al novio, “porque no todos los hombres son iguales”- y
para unas más, a otras mujeres -“otras” que en realidad no importaban más que
como cuota o testimonio pre marcha, cual campaña gubernamental contra la
violencia de género que utiliza imágenes de mujeres golpeadas -¿o por qué
convocar a compartir testimonios de violencia sexual sin contención amorosa
feminista, sin redes de apoyo barriales, sin abrazos empáticos ni protocolos de
seguridad? ¿qué tanto fuimos conscientes de las implicaciones y el impacto de #MiPrimerAcoso
para las mujeres de diferentes contextos que desconocemos? ¿Realmente iremos a
reventar a todos los violadores que ellas y nosotras denunciamos con el llamado
de las convocantes de la marcha? Seguramente no, estamos en la era de la
performance, ponemos la cuerpa para el sistema capitalista y nuestras amenazas
son sólo consignas para una marcha, que solo le importa el efecto mediático o
el comentario en redes sociales y no la vida de las mujeres, porque es sólo un
evento que responde al contexto y que no implica más reflexión ni estrategias
de raíz para contrarrestar el monstruo del heteropatriarcado neoliberal.
A pesar de los límites de una
marcha que respondió a la lógica del mercado, tuvo consecuencias
desproporcionadas: centenares de hombres ofendidos que denunciaron exclusión,
violencia “misándrica”, heridos en su masculinidad por no haber sido
protagonistas, enfurecidos por la intervención de un monumento que no les
representa 43 estudiantes desaparecidos, sino su poder fálico de machos de izquierda
y que reaccionaron con las herramientas que este sistema les ha dado: acosando
y violentando a las feministas que participamos en la marcha.
Paradójicamente,
esto mismo los devolvió a su lugar protagónico: las feministas, al festejar
como victoria los berrinches y llantos de hombres, coleccionando las lágrimas
en vasos estampados con la sensación de radicalidad y transgresión, volvimos a
centrar nuestra energía en ellos, en sus opiniones y sentimientos.
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