Las masacres en Tlatlaya, Estado de México, en el que fueron asesinados 22 personas el pasado 30 de junio, perpetrado por militares; la perpetrada en Iguala, Guerrero, donde asesinaron a tres normalistas de la Isidro Burgos y tres personas más, en Iguala, Guerrero el 26 de septiembre, así como la posible ejecución sumaria de 43 normalistas más por policías militarizados, constituyen crímenes de lesa humanidad, crímenes de Estado ordenados desde la presidencia de la república o los gobernadores en turno cometidos por elementos policiacos, militares y paramilitares, cuyos responsables se conocen de sobra.
Estas masacres expresan la continuidad de la represión sistemática, de la limpieza social y de la criminalización de la pobreza y protesta popular, en la que se ejecutan extrajudicialmente por motivos políticos y sociales, presentándolos como supuestos enfrentamientos con el crimen organizado; y donde la realidad objetiva se impone con la crudeza habitual es inocultable la mano del Estado para eliminar física y políticamente a quienes consideran sus adversarios, como es el caso de Iguala, en contra de los normalistas de la Federación de Estudiantes Campesinos Socialistas de México; quienes han mantenido las banderas de lucha y resistencia en contra de la privatización de la educación pública.
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