COVID-19, la enfermedad causada por el coronavirus SARS-CoV-2, el segundo virus de síndrome respiratorio agudo severo (SARS) desde 2002, ahora es oficialmente una pandemia. Ya a fines de marzo, ciudades enteras están refugiadas en su sitio y, uno por uno, los hospitales se están iluminando en un embotellamiento médico provocado por las oleadas de pacientes.
China, su brote [outbreak] inicial de contracción, actualmente respira con más facilidad [1]. Corea del Sur y Singapur también. Europa, especialmente Italia y España, pero cada vez más otros países, ya se dobla bajo el peso de las muertes aún al comienzo del brote. América Latina y África recién ahora comienzan a acumular casos, algunos países preparándose mejor que otros. En los Estados Unidos, un referente, al menos por ser el país más rico de la historia del mundo, el futuro cercano parece sombrío. El brote no está programado para alcanzar su punto máximo en Estados Unidos sino hasta mayo y los trabajadores de la salud y los visitantes del hospital ya están peleando a puñetazos por el acceso al suministro, decreciente, de equipos de protección personal [2]. Las enfermeras, a quienes los Centros para el Control y Protección de Enfermedades (CDC, sus siglas en inglés) han recomendado terriblemente usar pañuelos y bufandas como máscaras, ya han declarado que “el sistema está condenado” [3].
Mientras tanto, la administración de EE.UU. continúa sobrepujando a los estados individuales en licitaciones por equipos médicos básicos que se negó a comprarles en primer lugar. También ha anunciado una ofensiva en las fronteras como intervención de salud pública, mientras el virus se desata en el interior del país [4].
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